Época: Felices 20
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1945

Antecedente:
Los felices años 20



Comentario

Además, pese al auge ya señalado de las dictaduras y aunque las esperanzas democráticas suscitadas por la guerra mundial fueran un espejismo, los años veinte distaron de ser un desierto democrático. Hasta una de aquellas dictaduras, la dictadura del general español Primo de Rivera, caería (en 1930) y dejaría paso a una situación democrática, la II República.
En Estados Unidos, las presidencias de los republicanos Warren G. Harding (1920-23) y Calvin Coolidge (1923-29) representaron el retorno de la "normalidad" tras la etapa de intenso intervencionismo internacional y presidencialismo fuerte de la presidencia de Woodrow Wilson. En política exterior, la normalidad significó no un decidido repliegue aislacionista sino, en todo caso, una menor presencia internacional. En política interna, normalidad significó menos gobierno (y por ello, menos reformas), presidencias desideologizadas y discretas, mayor dinamismo de la sociedad. Harding desarrolló una política arancelaria claramente proteccionista. Adoptó medidas restrictivas en materia de inmigración y, para satisfacer a la opinión conservadora del Sur y del Oeste, impulsó la entrada en vigor de la enmienda constitucional que prohibía la fabricación y venta de licores (por más que sólo sirviera para favorecer el crecimiento del crimen organizado, con epicentro en Chicago y con el gángster Al Capone como encarnación más siniestra).

Coolidge, un tipo taciturno y honrado, de ideas simples y vida frugal y sencilla, que fue vicepresidente con Harding, presidente interino a la muerte de éste en 1923 y presidente electo tras su victoria en las elecciones de 1924, acabó con la corrupción y los escándalos que habían salpicado la presidencia de Harding, pero su política no se diferenció de la de éste. Si cabe, redujo aún más el papel del gobierno central en cuestiones económicas y sociales. Introdujo importantes economías en el gasto público, disminuyó los impuestos y favoreció decididamente el libre juego de la economía de mercado, como clave para la prosperidad del país. La normalidad había sido, pues, una operación conservadora. Pero los resultados fueron muy brillantes: la presidencia Coolidge coincidió con los mejores años del boom de la posguerra.

En Gran Bretaña, los años veinte fueron en gran medida esenciales para la democracia. Fue en esa década cuando el laborismo emergió definitivamente como fuerza de gobierno, y cuando el partido conservador dejó de ser el partido de las clases dirigentes para ser un partido de sectores de todas las clases sociales británicas. Lloyd George, que gobernaba al frente de una coalición de liberales y conservadores desde 1916, cayó en octubre de 1922. Los conservadores, que ya habían aceptado con disgusto la solución dada al problema irlandés en 1921, le retiraron su apoyo por la actitud progriega que adoptó en la crisis greco-turca de 1922; los liberales, por oposición al aumento arancelario que Lloyd George acordó también en ese año, 1922. El hecho más significativo de las elecciones de 1922 y 1923 -convocadas por los conservadores, que gobernaron tras la caída de Lloyd George- fue el espectacular aumento de los laboristas. En las de diciembre de 1923, lograron 4.438.508 votos, esto es, el 30,5 por 100 del voto (un aumento de 8 puntos sobre 1918) y 191 escaños (63 en 1918), desplazando a los liberales como segundo partido del país (4.311.147 votos, 159 escaños). Como los conservadores no obstante haber ganado las elecciones (5.538.824 votos, 258 escaños) carecían de mayoría absoluta, el Rey encargó al líder laborista Ramsay MacDonald la formación del gobierno (22 de enero de 1924).

Los laboristas, por tanto, llegaban al poder en el que todavía era el mayor imperio del mundo y la primera potencia mundial. Que aquel primer gobierno laborista durase apenas diez meses; que fuese un gobierno minoritario dependiente del apoyo parlamentario de los liberales; y que por ello no pudiera hacer política socialista (aunque aprobó una ley de viviendas populares, reconoció a la URSS y, distanciándose de la tradicional política imperial británica, participó activamente en la Sociedad de Naciones), todo ello importaba tal vez menos que el hecho mismo de la llegada del laborismo al gobierno. Había cristalizado un nuevo sistema político en el que el partido de los sindicatos aparecía como la principal alternativa al gobierno de las elites tradicionales del país.

Tan significativo, además, fue el cambio que se operó en el conservadurismo británico cuando en mayo de 1923, al morir Bonar Law (1858-1923), líder del partido y primer ministro en ejercicio desde la caída de Lloyd George, el rey Jorge V decidió encargar la formación del gobierno -lo que conllevaba la jefatura del partido- a Stanley Baldwin (1867-1947), a quien prefirió sobre lord Curzon. La elección era significativa. Baldwin pertenecía a los círculos industriales y su experiencia gubernamental, que había comenzado en 1916, había estado siempre vinculada a los ministerios económicos; Curzon era un aristócrata de impecable origen, educado en Eton y Oxford y que había sido virrey de la India entre 1899 y 1905 y ministro de Asuntos Exteriores entre 1919 y 1923. El nombramiento de Baldwin fue una sorpresa. Churchill escribió que la decisión del Rey había "desviado el curso de la historia". La Corona y sus asesores habían entendido que la sociedad industrial británica necesitaba un nuevo tipo de liderazgo político, que la situación exigía partidos y líderes con sensibilidad y capacidad para dar respuesta a las demandas y aspiraciones de las masas.

Baldwin cumplió a la perfección el papel que se esperaba de él. Tras gobernar brevemente en 1923, formó nuevo gobierno tras la gran victoria de su partido en las elecciones de 1924 (48,3 por 100 de los votos y 419 escaños; laboristas: 33 por 100 y 151 escaños; liberales, 17,6 por 100 y 40 escaños) y gobernó hasta junio de 1929. Baldwin trajo un nuevo estilo de gobierno. Proyectó la imagen del hombre tranquilo y apacible, de costumbres tradicionales y sencillas (la casa en el campo, la pipa, las veladas en torno a la chimenea, la pesca en el río), la imagen de un político de la conciliación y del consenso que cifraba las aspiraciones del gobierno en el trabajo honrado y en el mantenimiento de la tranquilidad social. Su política exterior, que dirigió Austen Chamberlain, buscó la colaboración con Francia y Alemania, favoreció el clima internacional de distensión que inspiraron los pactos de Locarno (1925) y Kellogg-Briand (1929), e impulsó la transformación del Imperio en una confederación de Dominios autónomos.

El gobierno Baldwin rebajó la edad de jubilación (de los 70 a los 65 años). Extendió la cobertura del seguro de desempleo. Concedió el voto a todas las mujeres mayores de 21 años. Nacionalizó la electricidad y la radio. Trató, además, de estabilizar los precios y de devolver la confianza a los círculos financieros a través del retorno de la libra al patrón-oro de 1914 (medida tomada por el ministro de Hacienda, Churchill, en abril de 1925).

La era Baldwin coincidió -como la presidencia Coolidge en Estados Unidos- con la recuperación de la economía británica. Eso no significó ausencia de conflictos. Al contrario, Baldwin tuvo que hacer frente a la única huelga general de toda la historia de Gran Bretaña, que tuvo lugar del 4 al 12 de mayo de 1926, declarada por los sindicatos en solidaridad con los mineros que, a su vez, habían ido a la huelga en abril contra las rebajas salariales impuestas por las empresas a la vista de las enormes dificultades que atravesaban. Lo significativo, con todo, fue que la huelga general, secundada por unos 10 millones de trabajadores, fue en todo momento una huelga pacífica. La radio mantuvo al país distraído e informado. Baldwin, que veía en el movimiento sindical, en el Trade Union Congress, un elemento de estabilidad, no quiso adoptar medidas enérgicas. Pensó que la huelga se agotaría, y acertó: el TUC aceptó las bases para la negociación propuestas por sir Herbert Samuel, presidente de la Comisión Real nombrada para estudiar la crisis de la industria del carbón. Los mineros, dirigidos por su obstinado líder A. J. Cook, continuaron en huelga hasta noviembre, pero tuvieron finalmente que aceptar su derrota. El clima de distensión no se alteró en ningún momento; la sociedad británica había convivido con una huelga general sin que en modo alguno se deteriorara la convivencia ciudadana.

La democracia se estabilizó igualmente en los años veinte en otros países europeos. En Suecia, Noruega y Dinamarca, países regidos por monarquías constitucionales sólidamente institucionalizadas, que habían mantenido su neutralidad durante la I Guerra Mundial y en las que para 1918 se había introducido ya el sufragio universal masculino y femenino, el hecho esencial radicó en la fuerte presencia electoral de la socialdemocracia. En efecto, los partidos socialdemócratas escandinavos fueron por lo general partidos reformistas y gradualistas, aunque en los tres países existieran importantes sectores radicales y se registraran fuertes movimientos huelguísticos. Esos partidos propiciaron la evolución escandinava hacia el modelo de moderado pluralismo que caracterizaría a la región a todo lo largo del siglo XX. En Suecia, los socialdemócratas formaron su primer gobierno homogéneo en 1920, año en que se convirtieron en el primer partido del país; luego, gobernaron desde 1932 por espacio de cuarenta años. En Dinamarca, lo hicieron, también ininterrumpidamente, entre 1924 y 1942, y en Noruega desde 1935 (tras una primera y efímera experiencia gubernamental en 1928). La excepción fue la nueva Finlandia. La independencia desembocó en 1918 en la guerra civil entre el ejército blanco del mariscal Mannerheim y los bolcheviques finlandeses. Luego, el legado de la independencia, los problemas del mundo rural y conflictos fronterizos con Suecia y Rusia, polarizaron la política. Entre 1920 y 1940, Finlandia, gobernada por gobiernos minoritarios, conoció una gran inestabilidad ministerial, una no desdeñable agitación comunista y la aparición de un relativamente importante movimiento fascista (Lapua) que en 1930 y 1932 protagonizó sendos intentos de golpe de Estado.

También Bélgica y Holanda, países que prosperaron notablemente durante los años veinte y que introdujeron en esa década importantes leyes sociales (jornada de 8 horas, pensiones de jubilación obligatorias, amplios sistemas de seguridad social), evolucionaron hacia sistemas políticos pluralistas y democráticos. La adopción de leyes electorales con representación proporcional favoreció el multipartidismo (tres grandes partidos en Bélgica; cinco en Holanda). Ello obligó a que en ambos países se gobernara en coalición. Entre 1919 y 1940, hubo un total de 18 gobiernos en Bélgica y 12 en Holanda. Pero la estabilidad y espíritu cívico de los electorados de ambos países, el pragmatismo y hasta falta de ideas y la voluntad conciliadora de sus dirigentes, favorecieron el equilibrio y la moderación políticas. En Bélgica, gobernaron en los años citados o gobiernos de coalición católico-liberales o ministerios católico-socialistas; en Holanda, gobiernos formados en torno a los partidos de denominación religiosa (calvinistas, cristianos históricos, católicos) y a los liberales. En Bélgica, sólo hubo un sobresalto. En las elecciones de 1936, los "rexistas", el movimiento fascista, lograron 21 escaños y el 11,49 por 100 de los votos; pero sufrieron un fuerte retroceso en las elecciones de 1939. En Holanda, el Partido nacionalsocialista de Anton Mussert sólo obtuvo, en mayo de 1937, cuatro escaños (y el partido comunista, tres).

Hasta en Alemania y en Francia, los años veinte fueron años de aparente normalización democrática. En Alemania, la "prösperitat" del periodo 1925-29 permitió hasta creer que la República de Weimar pudiera estabilizarse. Ya quedó dicho que esos fueron los años en que el partido nazi, aún sobreviviendo al fracaso del "putsch" de 1923, vivió su travesía del desierto (14 diputados en 1924, 13 en 1928). Los socialistas, el SPD, ganaron las elecciones de 1924 y 1928. Pese a que la derecha nacional, el DNVP, obtuvo buenos resultados (103 y 79 escaños, respectivamente), los partidos de centro -el "Zentrum" católico, el partido popular de Gustav Stresemann y el partido demócrata- aún retenían suficientes escaños y votos como para equilibrar el juego político. Ciertamente, que un hombre del pasado asociado al prusianismo y al militarismo como Hindenburg fuera elegido Presidente (abril de 1925) era un mal presagio. Pero Hindenburg pareció en principio dispuesto a convivir con la República. Incluso dijo del socialista Hermann Müller, jefe del gobierno entre 1928 y 1930, que era su ideal de canciller. Más aún, con Stresemann en Exteriores (1923-29), Alemania, como enseguida veremos, hizo sustanciales contribuciones a la paz internacional y fue por ello admitida en la Sociedad de Naciones en 1926.

En Francia, los viejos demonios de la III República -inestabilidad ministerial, influencia de los notables locales, indisciplina de los grupos parlamentarios, inexistencia de grandes partidos nacionales- reaparecieron tan pronto como se recobró la normalidad política tras la guerra mundial. Las dos grandes experiencias de gobierno de los años veinte -el Bloque Nacional de 1920 a 1924 y el Cartel de izquierdas, de 1924 a 1926- fueron así experiencias en buena medida decepcionantes. El Bloque Nacional, la gran coalición de la derecha republicana, ganó, como se recordará, las elecciones de noviembre de 1919, favorecida por el clima de exaltación patriótica generada por la victoria en la guerra y por el giro a la derecha de una parte del electorado francés ante la oleada de huelgas de 1919 y la radicalización del movimiento obrero (en parte, influencia de la revolución soviética: el Partido Comunista francés se creó en diciembre de 1920).

Los gobiernos del Bloque -que presidieron Millerand, su hombre fuerte, Leygues, Briand y el ex-presidente Poincaré, ya en 1922-24- fueron gobiernos nacionalistas y conservadores que vincularon la solución de los grandes problemas del país (reconstrucción, compensaciones a viudas y huérfanos de guerra, endeudamiento exterior, inflación, déficit presupuestario, escasez de viviendas, dificultades financieras) al mantenimiento de una política exterior de prestigio y autoridad que impusiese la estricta aplicación del tratado de Versalles, garantizase la seguridad colectiva europea y obligase a Alemania a cumplir con los pagos de las reparaciones de guerra (pieza esencial para financiar los gastos de la reconstrucción de Francia).

Así, para garantizar la supervivencia de Polonia y asegurar la frontera oriental de Alemania, Francia envió tropas a Varsovia durante la guerra rusopolaca de 1920; inició una política de alianzas en Europa central -con la propia Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumanía- para garantizar el nuevo status quo; y en enero de 1923, para asegurarse el pago de las reparaciones alemanas, el gobierno Poincaré decidió la ocupación militar del Ruhr, conjuntamente con Bélgica. Pero los resultados fueron contraproducentes. La actitud francesa provocó su aislamiento internacional y un evidente deterioro en las relaciones con Gran Bretaña y Estados Unidos. La ocupación del Ruhr no logró sus objetivos. Estados Unidos y Gran Bretaña, convencidos de que la seguridad europea requería la recuperación de Alemania, impusieron en abril de 1924 el Plan Dawes que contemplaba modificaciones en los plazos de pago de las reparaciones, un plan que Francia, agobiada por sus propias dificultades financieras, tuvo que aceptar. Más aún, para combatir la inflación, el gobierno Poincaré acordó drásticos recortes presupuestarios y una fuerte subida de impuestos. Esas circunstancias determinaron el resultado de las elecciones de mayo de 1924: el Cartel de izquierdas, que agrupaba al partido radical y a los socialistas (SFIO), logró 286 escaños (radicales, 139; SFIO, 105; republicanos socialistas, 42); el Bloque, 233; el nuevo Partido Comunista Francés, 28.

Pero las grandes expectativas suscitadas por la victoria de la izquierda -que procedió a sustituir a Millerand por Gaston Doumergue en la Presidencia de la República y a la formación de un gobierno presidido por el líder radical y alcalde de Lyon, Edouard Herriot (1872-1957)- quedaron pronto defraudadas. El Cartel (gobiernos Herriot, junio 1924 a abril 1925; Painlevé, mayo-noviembre 1925; Briand, noviembre 1925 a julio 1926) puso en marcha el cambio en la política exterior francesa que, asociado a la personalidad de Aristide Briand (1862-1932), ministro de Exteriores casi sin interrupción entre abril de 1925 y enero de 1932, crearía la ilusión de que la paz internacional era posible. El Cartel puso fin a la ocupación del Ruhr (julio de 1925), aceptó el Plan Dawes, estableció relaciones diplomáticas con la URSS y aprobó la ya mencionada admisión de Alemania en la Sociedad de Naciones.

Pero el Cartel no pudo sobrevivir a las diferencias políticas que separaban a los dos socios principales (partido radical, SFIO) ni resolver el que aparecía como principal obstáculo a la reconstrucción de Francia, la crisis monetaria. Primero, el partido radical vivió en una permanente ambigüedad política oscilando entre el entendimiento con la SFIO y el apoyo a fórmulas de centro-derecha. Segundo, los radicales, expresión del "francés medio", de una idea republicana, laica y tranquila de Francia, eran contrarios a la política de intervencionismo estatal en cuestiones económicas y sociales que defendían los socialistas y seguían viendo en el laicismo y la educación los grandes problemas de la República. Tercero, la SFIO, una gran federación de grupos socialistas locales más que un partido moderno, tampoco quiso llevar su colaboración con los radicales hasta sus últimas consecuencias (limitándose a apoyarles en el Parlamento) por temor a verse desbordada a su izquierda por el PCF.

El gobierno Herriot no pudo contener la devaluación del franco, que entre mayo de 1924 y julio de 1926 perdió un 30 por 100 de su valor (que la izquierda atribuyó no sin fundamento a maniobras especulativas de los círculos bancarios y financieros, al "muro del dinero", como lo llamó Herriot). El Cartel se vio, además, sorprendido por el estallido del problema colonial, primero en Marruecos -donde desde abril de 1925 a mayo de 1926, el ejército francés colaboró a gran escala con el español para acabar con la guerrilla de Abd-el-Krim- y luego en Siria, donde se produjeron insurrecciones y violencias de distinto tipo a partir de julio de 1925. Como consecuencia, los radicales decidieron liquidar la experiencia del Cartel -julio de 1926- y propiciar, mediante combinaciones parlamentarias, sin necesidad de convocar nuevas elecciones, la formación de un gobierno de centro-derecha, un gobierno de Unión Nacional (presidido por Poincaré, que retuvo a Briand en Exteriores). El nuevo gobierno procedió de forma expeditiva -y de acuerdo con las exigencias de los grandes círculos económicos- a sanear la moneda y estabilizar la situación financiera (revaluación del franco, reducción de tipos de interés, drástica reducción del déficit presupuestario), lo que consiguió en muy poco tiempo y con gran éxito. Pero la dimisión de Poincaré en julio de 1929 por problemas de salud hizo que retornasen las prácticas habituales en la política francesa: entre 1929 y 1932, se sucedieron un total de 10 gobiernos (de centro-derecha, de acuerdo con los resultados de las elecciones de 1928).

Inestabilidad gubernamental, falta de partidos modernos e incoherencia de los grupos parlamentarios hacían de la III República francesa una democracia débil. Pero al menos, antes de 1932-35, la democracia francesa no estuvo amenazada por la polarización y la tensión civil. Al contrario, Francia en 1930 parecía disfrutar de una espléndida salud. El crecimiento de su economía, y desde 1928 la solidez de su moneda, eran evidentes. Los automóviles Citroën y Renault, por ejemplo, competían muy favorablemente en los mercados internacionales. Los tenistas franceses ganaban la Copa Davis (1927) y otros grandes torneos. París era, en expresión de Hemingway, "una fiesta", el centro de la vida cultural e intelectual de Europa, como evidenciaban el dinamismo de sus vanguardias (el surrealismo, Picasso, por ejemplo) y la difusión y calidad de la literatura francesa. Unos 16 millones de personas visitaron la Exposición de Artes Decorativas que se celebró en 1925. La Costa Azul era el centro mundial del turismo elegante y elitista. Si André Gide encarnaba ante la "intelligentsia" europea la imagen del intelectual libre e independiente, otro escritor francés, Paul Morand, el autor de Lewis e Irene, Magia Negra, París-Tombouctou, Nueva York y otros libros, viajero, diplomático, rico, encarnaba el cosmopolitismo y la mundanidad que parecían corresponderse con una situación que invitaba a la confianza y al optimismo. Con Briand en Exteriores (1925-1932), la proyección internacional de Francia se reforzó extraordinariamente. Briand trabajó tenazmente por reforzar el papel de la Sociedad de Naciones, planteó en ésta la entonces audacísima tesis de la unión europea y, con el apoyo de su colega alemán Stresemann, hizo de la reconciliación franco-alemana el principio fundamental para lograr una paz duradera en Europa y en el mundo.